La Niebla de la Guerra

Marco mira hacia el tablero de instrumentos. Su esposa e hijos lo observan desde una foto. papá regresa, parecen decir. El ronroneo del motor mantiene la enorme hélice girando con cansada cadencia y su cuerpo meciéndose al ritmo de la máquina. Solo una delgada cúpula de plexiglass lo separa del viento que a doscientos kilómetros por hora corta la distancia. Abajo, Raúl Vera permanece pensativo. Lo sabe por que no lo ha escuchado desde hace rato por el interfono. Atrás Eric Días, intenta mantenerse ocupado preparando la ametralladora y revisando los sistemas. Hace pocos minutos estuvo en Ciro Alegría, en la sala de planeamiento, en aquellas dudas que asaltan antes de la misión, del nerviosismo y de la silenciosa despedida que me brindó antes de subir a su helicóptero de combate. Marco Schenone ya estaba muy lejos de eso. Ahora se concentraba en la misión. El ejército necesitaba del apoyo aéreo. En la privilegiada posición de Coangos, el ejército ecuatoriano dominaba las desde las alturas a Base Sur y Tiwinza, toponimia falsamente acuñada por un sistema propagandístico finamente diseñado y que creaba confusión en la opinión pública. La artillería ecuatoriana cobraba su cuota a los soldados peruanos que ya empezaban a hacer retroceder al invasor. La victoria no sería fácil. La victoria no sería reconocida. Pero eso no importaba. Marco Schenone era ajeno a las mezquindades de la política. Era un piloto militar. Raza de combatientes del aire, de la Fuerza Aérea del Perú. Un hombre valiente que junto con los pilotos más experimentados del helicóptero MI-25 aceptaron volar en esta difícil misión dejando en tierra a los pilotos más jóvenes. La efectividad de la artillería antiaérea del Ecuador ya se había puesto de manifiesto al derribar a otro helicóptero el día 29 de enero. Pude verlo personalmente. El Capitán del ejército Luis “McGiver” García fue alcanzado por un misil antiaéreo ecuatoriano. Adelante nuestro. Casi podíamos tocarlo. La bola de fuego de su MI-17 arrastraba una estela de humo que se hacía más y más densa. Era como una niebla que crecía negra. Era la niebla de la guerra. Aquella que oculta la verdad de la ficción, a los verdaderos héroes, a la victoria final. Esa niebla aún no se ha despejado. No hemos aún intentado siquiera atravesarla. Nos ha inmovilizado el temor a saber que hay tras ella. Nos ha envuelto en la cómoda displicencia del olvido, de la indiferencia.

Aquellos valientes que combatieron y murieron en el Alto Cenepa no olvidan. Han pasado casi once años y sus espectros regresan siempre, atormentando mis días con su indignación. Me hablan con aquel grito shakesperiano del rey Enrique V antes de la batalla de Agincourt ¡somos tus hermanos de armas y queremos que se nos recuerde con honor! Que se recuerde también a todos los soldados, técnicos, oficiales y generales, que dieron lo mejor de sí. De aquellos que al Perú le llaman Patria y a ella le sirven. Que aunque sus fusiles no disparen, van a defenderla; aunque sus buques son anticuados, acuden a defenderla; aunque sus aviones sean viejos, vuelan a defenderla. La defienden por amor, por su bandera, la misma por la que murió Grau, Bolognesi, Ugarte, Quiñones. Aquellos que jamás piensan que el saludo a la bandera sea algo fútil y aquellos que aún creen en el honor.

En uno de mis retornos a Lima, en medio del fragor de la batalla, alguien me preguntó, ¿Quien va ganado? Era el perfecto reflejo de la superficialidad de una sociedad que en muchos casos permaneció indiferente ante el peligro de la Nación. Estuvieron indiferentes ante la amenaza terrorista hasta que les tocó la puerta – mejor dicho, se las hizo reventar - Así fue 116 años antes, durante la Guerra del Pacífico y así lo fue después. Otros dirían que nos van ganando siete a cero, parafraseando a un mandatario hostil. Pero la voluntad del guerrero peruano superó las adversidades y estuvo a la altura de la responsabilidad que la patria le demandaba.

Fui testigo de éstos hechos. Allí estuve junto a los soldados, a los marinos y a los aviadores. Los vi frustrarse por el lamentable estado de sus equipos y sin embargo, salir airosos ante la difícil prueba. Lo hicieron con sacrificio, con inteligencia, con ingenio y con valor. Lamentando que el día solo tuviera veinticuatro horas, porque necesitaban todo el tiempo disponible para poder remendar sus viejas armas. Aceptaron el reto y lograron la victoria. Lograron arrojar al invasor de sus posiciones, lo hicieron retroceder, lo hicieron sentarse a negociar y capitular a sus alocados deseos. Ahora pregunto ¿es eso una derrota?

Schenone, Maldonado, Caballero, Vera, Phillips, Alegre, Días, García y todos aquellos que cayeron luchando por el Perú, no fueron a morir. Deseaban luchar y vencer. La muerte es una mala consecuencia de la lucha y ellos tuvieron que cargar con el grave peso de esa consecuencia, que los ha elevado a la altura de los grandes peruanos y a quienes agradecemos eternamente.

Marco Schenone y su tripulación seguirán volando hasta que se escriba su epílogo. Su historia y su epitafio lo escribieron ellos mismo con su valor y entrega. Solo falta guiarlos a los cielos despejados de la historia. Fuera de la niebla de la guerra que los ha envuelto injustamente desde hace mucho tiempo. Su heroísmo debe ser reconocido por todos los peruanos. Posiblemente, cuando aquello ocurra, sus espíritus dejarán de visitar mi memoria y podré dormir con la paz del deber cumplido.

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